martes, 2 de septiembre de 2008

¿Quién pone nombre a los huracanes?

Los meteorólogos se encargan de bautizar a los ciclones o huracanes, pero no lo hacen al azar ni eligen el nombre que más les gusta. Lo toman de una lista que la Organización Meteorológica Mundial (OMM) elabora cada seis años.

Normalmente, es el Centro Nacional de Huracanes de EEUU, en Miami, el que hace el seguimiento de las tormentas, da la voz de alarma cuando una de ellas se ha convertido en huracán y le pone el nombre que le corresponde según la lista de la OMM.

A partir de ese momento, todos los medios de comunicación de la zona informan sin parar sobre el ciclón, ante el interés y el terror que despierta entre la población.

Cada año, hay un nombre de huracán por cada letra del abecedario. Cuando un ciclón es especialmente destructivo, como por ejemplo lo fue Mitch o Katrina, esos nombres ya no se vuelve a utilizar.

Los nombres que se han elegido para los ciclones de 2008 son:

Atlántico Pacífico

Arthur Alma
Berha Boris
Cristobal Christina
Dolly Douglas
Edouard Elida
Fay Fausto
Gustav Genevieve
Hanna Hernan
Ike Iselle
Josephine Julio
Kyle Karina
Laura Lowell
Marco Marie
Nana Norbert
Omar Odile
Paloma Polo
René Rachel
Sally Simon
Teddy Trudy
Vicky Vance
Wilfred Winny

Los nombres de hombres y mujeres para los huracanes se usan desde 1979, pero la costumbre de identificarlos para informar mejor sobre ellos, y para recordarlos con facilidad, viene de siglos atrás. Hasta finales del XIX, la costumbre era llamarlos según el santo del día en que resultaban más destructivos, y hasta mediados del siglo XX se usaron sólo nombres de mujer.

Sea a través del nombre del santo del día, de mujeres o de hombres, la práctica de personalizar los huracanes va más allá del afán de los meteorólogos de informar con claridad sobre el peligro de los vientos. Se trata, además, de la vieja necesidad humana de explicar la naturaleza, de acercarla, de comprenderla y de dominarla a través del lenguaje.

Los hombres buscan el consuelo ante una tragedia contándosela a sí mismos y a las generaciones venideras, como si el peligro se pudiera conjurar a través del relato de lo sucedido. Como si a través del nombre se pudiese culpar a alguien de la catástrofe.